domingo, 23 de marzo de 2014

Pícaro del siglo XXI

                                                                                                                     Sevilla, 19 de marzo de 2014

Estimado Señor:

Me llamo Elena Fernández Guerrero. Espero que cuando termine de leer esta carta, actúe en consecuencia y mi relato pueda servirle de ayuda.

Todo comenzó en un hospital. Desperté dolorida por un gran golpe en la cabeza, los médicos, me dijeron que había sufrido un accidentede tráfico, una moto se pasó un paso de cebra y me atropelló. Me pregunté quién era, dónde estaba... Miré a ambos lados de mi cama y me encontré sola, sin nadie que pudiera asistirme. El sentimiento de soledad y tristeza era absoluto.
Después de muchas pruebas, los médicos me diagnosticaron una amnesia pasajera, me dijeron que no llevaba ningún tipo de documentación y estaban intentando encontrar a mi familia.

En la cama de al lado, había una mujer mayor. De repente, entró una joven de unos veinte años. Era alta con una figura estilizada, tenía el pelo castaño recogido en una larga trenza. Vestía un pantalón azul, una camisa blanca y una chaqueta vaquera.
Cuando me vio, se acercó hacía mí.
-¿Qué te pasa Elena? - preguntó ella.
-¿Elena? ¿Me conoces? 
-Claro... ¿Es qué no me conoces? Soy María Suárez, compañera tuya de la facultad.

Le pedí que me contara todo lo que supiera de mi . Me ilusioné al ver que tenía a alguien a mi lado en quien confiar. 
Me contó que me llamaba Elena Fernández Guerrero, que tengo diecinueve años y que soy muy buena con los ordenadores. Vivo en Sevilla, en un piso sola, porque no quise ir con mis padres a Nueva York para no  interrumpir mis estudios de informática. Me dijo que mi familia vivía de forma acomodada.

Me dio un espejo y comprobé que tenía el pelo a media melena, de color negro y rizado. Tengo rasgos moriscos, unos grandes ojos marrones, nariz delgada y puntiaguda y labios rojos y carnosos.


Cuando me dieron el alta, María me llevó a su casa para volver a ver a mi novio Miguel.

Me explicaron que trabajaban en un banco, pero no era un banco tradicional, sino que operaban en la red.  Mandaban un correo, en el que solo con '' hacer click aquí '' podían acceder a las cuentas bancarias de los clientes.

Miguel y María me pidieron ayuda. Yo, de forma muy inocente, sin saber lo que se traían entre manos, accedí. Cada día operábamos desde sitios distintos como bibliotecas, cafeterías, locales comerciales, hoteles, para no dejar rastros y que la policía no nos pudiera localizar. Mi misión era captar la atención de cuanta más gente mejor y conseguir sus números de cuentas. La información se la pasaba a Miguel, que se ocupaba de vaciar la cuenta de los supuestos clientes. El dinero obtenido se ingresaba en una cuenta a nombre de una ONG benéfica, que era una tapadera.

Así pasaron dos meses, cada vez me sentía peor con el trabajo que estaba desempeñando. En realidad, yo sólo estaba en la organización por amor, ya que todo lo que decía Miguel, yo lo llevaba a cabo.

Un día, en la biblioteca de Alfonso XII, cunado estábamos haciendo unas operaciones, la policía interceptó nuestra señal y estuvieron punto de cogernos. Me di cuenta de que nos habían localizado. Echamos a correr por las calles del centro, hasta que nos escondimos en un piso de la banda.

Debido al estrés y al continuo estado de nerviosismo que sufría, pasaron por mi cabeza una serie de recuerdos de mi pasado. Los episodios eran cada vez más fuertes, hasta que llegó el momento en el que descubrí toda la verdad. Comencé a recordar todos los detalles de mi vida.
De todo lo que me contó María, lo único que era verdad fue que me llamaba Elena Fernández Guerrero y tenía diecinueve años.

Tomé una decisión que consistía en seguir infiltrada en la organización pero sólo para conseguir la información necesaria para desarticular a la banda.

Cada día que pasaba fui obeteniendo más información. Nuestra banda constaba de diez personas. Esta, como antes he contado, se dedicaba al robo de dinero mediante la red. A la vez, estaba anexionada a otras muchas organizaciones, como por ejemplo: tráfico de drogas, tráfico de armas...

Seguí colaborando con ellos unos cinco meses más. Tenía una carpeta en la cual iba archivando la información de los nombres de los estafadores, sitios en la web, datos personales de personas estafadas y sobretodo los números de cuentas a los que iba destinado todo el dinero recaudado en los paraísos fiscales.

Se empezaron a dar cuenta de lo que estaba haciendo y me dejaron encerrada en una casa que tenían a las afueras de la ciudad, aunque gritaba, nadie me oía, hasta que un día pude salir de allí. Logré llevarme mi ordenador con toda la información obtenida.

Fui a ver a mi madre que vivía en el barrio sevillano de Torreblanca.
 Se alegró mucho de verme. Mi madre es una mujer de cincuenta y dos años, de estatura media, tiene unos ojos marrones pardos, nariz alargada y boca fina y rosada. Era una buscavidas, porque se ha sacrificado mucho en su vida para poder costear mis estudios. Lo mismo trabajaba de cocinera, de camarera, de limpiadora...
Me preguntó dónde había estado todo este tiempo y le conté toda la verdad, ya que no sabía que hacer con toda la información que había recopilado.
En su rostro se percibía cierta preocupación al saber en lo que estaba metida.
Mi madre, me contó algo que había tenido escondido durante diecinueve años. Me dijo que tubo una relación seria que duró dos años, de la cual se quedó embarazada de mí.
Por cuestión de trabajo, a mi padre lo trasladaron a trabajar a Valladolid. Poco a poco se fue enfriando su relación sentimental, por ello, nunca le llegó a decir que estaba embarazada.
Terminó diciéndome que mi padre era el inspector jefe de  la policía. Mejor que él, nadie me podría ayudar.

Entonces, decidí junto a mi madre escribirle esta carta, ya que estoy muy asustada y me gustaría que me inscribiera en el plan de protección de testigos.
Le aporto un fichero y todas las grabaciones de mis investigaciones en un CD que le adjunto a esta carta.

Sin nada más que decirle, le ruego que atienda mis suplicas. 

P.D. Espero poder tener el padre que nunca conocí.



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